“La noche no es menos maravillosa que el día, no es menos divina; en la noche las estrellas brillan, y hay revelaciones que el día ignora.” Así se refería el escritor y filósofo ruso Nikolái Berdiáyev cuando le preguntaban sobre qué representaba la noche. Revelaciones que el día ignora. Porque es la luz de la luna la que da luz al animal que todos llevamos dentro. Es la noche la que revive a la bestia que habita en nuestro interior.

En este caso, nos remontamos a la madrugada del 3 de setiembre de 2003. 80.237 aficionados se dieron cita en el Camp Nou para presenciar la segunda jornada del campeonato liguero, que enfrentaba al conjunto culé de un recién llegado Frank Rijkaard contra el Sevilla de Caparrós. El desacuerdo entre ambas directivas para avanzar la fecha debido a la marcha internacionales azulgranas con sus selecciones hizo que Joan Laporta, en su primer año como presidente, adelantase el encuentro al miércoles a las 00:05. Unos icónicos vasos de gazpacho gratuitos hicieron más amena la espera.

Porque esa espera merecía la pena. Y es que, entre esos internacionales que debían ir con sus respectivas selecciones, se encontraba el faro de luz al que se había encomendado un barcelonismo tocado y hundido en los últimos años. Entre esos internacionales se encontraba Ronaldinho. El astro brasileño venia de deslumbrar al mundo en el PSG y en la Canarinha y recalaba en el nuevo Barça de Rijkaard y Laporta. Delante tenia un duro reto: devolver la alegría a un barcelonismo gris y crispado de la mediocre época de Gaspart y Van Gaal.

Quizás fue la metáfora perfecta que el debut del “10” azulgrana fuese de madrugada. Una madrugada que vio nacer y, años después, morir a un mito. Pero quién lo iba a decir después de aquel 3 de setiembre. De aquella primera fiesta que disfruto el brasileño en Barcelona. Y eso que no empezó del todo bien. Los invitados sevillanos se adelantaron en el marcador a los 10 minutos con un tanto de penalti de otra leyenda, José Antonio Reyes. Pasaron y pasaron los minutos y aquel barcelonismo crispado, con ansias de volver a ilusionarse, combinado con el animal que nos nace a la luz de la luna empezaba a impacientarse. Como fieras carroñeras esperaban, sentados en sus butacas, algo con lo que saciar su hambre de ilusión.

Fue entonces cuando, a los 58 minutos de juego, Ronaldinho recibió el balón en el medio campo a pase de un joven Valdés. Como un depredador que huele la sangre en su presa, el brasileño empezó a correr, alimentado por el murmullo de esas fieras que esperaban anhelantes desde las gradas. A cada zancada, el “10” iba dejando atrás adversarios hasta que, quizás impulsado por el apetito de los espectadores, se harto de galopar sobre el verde para mandar un misil teledirigido desde tres cuartos del campo hacia la portería que defendía Antonio Notario.

Como si volviesen a alimentarse tras años de acarrear un apetito feroz, las 80.237 bestias congregadas la madrugada del 3 de setiembre sacaron a la luz de la luna todo su júbilo comprimido durante años. Fue tanta la alegría, la ilusión y el entusiasmo por un futuro mejor, que esas fieras alteraron la plácida noche veraniega con un terremoto que hizo temblar Barcelona. Una ola sísmica surfeada por un brasileño. Un jugador de los que marca época. La persona que rescató a un equipo dejado en manos de Hades para retomar el vuelo hacia el Olimpo del fútbol, devolviéndole la sonrisa al barcelonismo.

Xavi Sánchez @XaviSanchezz

Colaborador

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